lunes, 24 de noviembre de 2008

Nuestra hemiplejia democrática



Hay quienes, por ignorancia o por malicia, confunden justo medio con mediocridad. Son ellos los mediocres: los que no entienden el radicalismo de la sensatez y la audacia de la cordura, se conforman con el blanco o el negro y sucumben al facilismo del prosélito seguro y enemigo inequívoco. No hay gesta más ardua y valiente que la búsqueda del equilibrio. Si la verdad tuviera domicilio, viviría en el centro, en la esquina de la avenida de la autocrítica con la calle de los matices. Y el que se mudara ahí empujado por una necesidad de aceptación no tardaría en percatarse de que, paradójicamente, habitaría en el albergue de los incomprendidos y los solitarios.

El mundo sigue pidiendo a gritos la elusiva síntesis de libertad y justicia. Y ninguna otra región la necesita como América Latina, que padece más que nadie los efectos del vuelo sin escalas del capitalismo salvaje al socialismo real, y del salto de la estadolatría a la soberanía del mercado y su casino global. El primer mundo equilibró a sus sociedades porque construyó el Estado de bienestar, y aunque mañana se arrepienta hoy puede darse el lujo de desmontarlo parcialmente. Acá tenemos que montarlo. Pero nosotros solemos confundir Estados fuertes con liderazgos fuertes y soslayar el hecho de que los caudillos merman a las instituciones: no pocas veces nos hemos liberado de dictaduras de derecha sólo para sustituirlas con providencialismos de izquierda. Estamos atrapados entre la mano invisible y la mano imprevisible.
La vertiente política de ese dilema es el epicentro de El poder y el delirio, el nuevo libro de Enrique Krauze (Tusquets, 2008). El actor es Hugo Chávez y el escenario Venezuela. Krauze señala a Chávez como la más reciente encarnación del caudillismo latinoamericano y la más inminente reencarnación de Fidel Castro. Le preocupa, con razón, la suerte de la democracia venezolana. Escalpelo en ristre, disecciona la psiqué y el estilo personal de gobernar del líder de la revolución bolivariana y llega a la conclusión de que es el peligroso germen del resurgimiento de la autocracia. Reivindica, también con razón, a opositores de centro izquierda como Américo Martín y Teodoro Petkoff (aunque le queda a deber a Pompeyo Márquez). Escudriña la historia de Venezuela en busca de un paradigma demócrata progresista, que encuentra en Rómulo Betancourt. Pide, una vez más con razón, el surgimiento de una socialdemocracia en Latinoamérica.

Comparto la cruzada democrática de Enrique. Hay, sin embargo, un punto en el que nuestros senderos se bifurcan. A mi juicio, la democracia empezó a beber a partir de los años ochenta una pócima que paraliza lentamente el lado izquierdo de su cuerpo. En cierto sentido, la sociedad abierta popperiana se ha ido cerrando poco a poco, reduciendo su menú ideológico a una sola sopa económica. ¿Qué le diría Ralf Dahrendorf al ciudadano de Varsovia sobre esa ausencia de alternativas? El precio que la democracia social europea tuvo que pagar para asistir al banquete de la modernidad era más que razonable: renunciar a la violencia y aceptar los principios del liberalismo político. Pero después se le exigió acatar a pie juntillas la nueva versión del liberalismo económico al grado de excluir cualquier heterodoxia. A la nueva derecha le faltó magnanimidad en la victoria y le sobró voracidad, perdió pragmatismo y se volvió casi tan dogmática como su vieja adversaria. Ante su acorralamiento, lamentablemente, buena parte de las izquierdas latinoamericanas reaccionaron atrincherándose en el pasado. Si la derechización provoca ya una resaca en Europa y Estados Unidos, la prevalencia del chip marxista y la miopía del establishment capitalista pueden generar un tsunami en nuestra América.
“Quién sólo conoce España no conoce España”, le dijo Hugh Thomas a Enrique Krauze. Yo digo que quien sólo escribe sobre Venezuela no escribe sobre Venezuela. El mensaje implícito de El poder y el delirio va dirigido, evidentemente, a los demás países donde sube la marea roja. Pero ojo: la agenda de una socialdemocracia latinoamericana no puede ser como la de la europea. Nuestras desigualdades nos obligan a priorizar una profunda reforma que permita construir una casa común con un piso de bienestar que impida la caída de los débiles, un techo de legalidad que detenga la fuga de los poderosos y cuatro paredes de inclusión que amparen la cohesión social y la gobernabilidad. De acuerdo, aunque no ha instaurado una dictadura, Hugo Chávez no representa a esa izquierda. Pero extender la descalificación a los esfuerzos de Rafael Correa en Ecuador, de Cristina Kirchner en Argentina o de Fernando Lugo en Paraguay por forjar en el marco de la democracia el justo medio entre el mercadocidio y la estadofobia es avalar el neodogmatismo y nuestra hemiplejia democrática. Y tengo que decirlo: discrepo tanto de la radicalización poselectoral de Andrés Manuel López Obrador como de la tesis de que si hubiera llegado a la Presidencia se habría convertido en otro Chávez.

El libro de Krauze es una provocación muy inteligente y muy bien escrita. Más allá del resultado de las elecciones de ayer, todos debemos darle la bienvenida a una obra de esas características. Especialmente la izquierda, nuestra izquierda democrática, a la que le urge un debate de altura para sacudirse su marasmo.

“Quién sólo conoce España no conoce España”, le dijo Hugh Thomas a Krauze. Yo digo que quien sólo escribe sobre Venezuela no escribe sobre Venezuela. El mensaje de El poder y el delirio va dirigido a la marea roja.
Agustín Basave (Excélsior, 23.11.08)

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