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martes, 3 de marzo de 2009

Chávez no es un héroe

El pasado viernes 5 de diciembre, en el auditorio del centro cultural de la Alcaldía de Chacao, en Caracas, se presentó el libro El poder y el delirio. Después de las intervenciones del líder político Américo Martín y del renombrado historiador Germán Carrera Damas, Enrique Krauze tomó la palabra. Ante un nutrido público comenzó a explicar la génesis de su interés por Hugo Chávez y por el proceso que vive actualmente Venezuela.
La historia siempre está llena de secretas correspondencias. Casi al mismo tiempo, en el Palacio de Miraflores, sede de la Presidencia de la República, el primer mandatario del país se reunía con el Buró Central de su partido para terminar de diseñar una estrategia que le permita reelegirse en su cargo de manera indefinida. Aunque ya el año pasado la mayoría de los venezolanos rechazamos una propuesta de reforma constitucional que incluía esa posibilidad, Chávez no renuncia a su ambición, cree firmemente que el país necesita que él permanezca en el poder. “Hasta el 2030”, ha dicho. “Hasta que el cuerpo aguante”, también ha dicho. Asegura que está dispuesto a sacrificarse.
Las dos situaciones parecían dialogar de manera soterrada. Mientras Krauze dibujaba una anatomía de la locura y del poder, donde se da “la aparición, una vez más, de la sombra del caudillo que tantas veces se ha presentado, que tanto daño le ha hecho al desarrollo cívico, político y moral de nuestros países”, el presidente Chávez, a través del canal de televisión del Estado, atacaba a quienes cuestionan su nueva propuesta de enmienda, defendiendo que ese cambio constitucional “se puede plantear una vez, dos veces... ¡hasta cien veces!” Tal parece que esta es su verdadera agenda de país, su único plan de futuro. La sombra del caudillo ya ha desaparecido. El caudillo está aquí, queriendo ocupar todo nuestro espacio.
El poder y el delirio, según reconoce su autor, nació justamente en esas fechas, en una visita a Caracas, poco después del histórico 2 de diciembre de 2007, día en que ocurrió lo que Chávez jamás había imaginado: perder unas elecciones. Esta situación disparó la curiosidad del historiador e inauguró lo que sería, a la postre, un profuso trabajo de investigación. Unos meses después Krauze regresó a Caracas con la intención de cotejar y consultar algunos datos, de conversar con un amplio grupo de venezolanos, sobre todo con algunos de los cercanos colaboradores del gobierno, para conocer –como dice él mismo– la “narrativa chavista”.
Este periplo, de investigación y de viajes, está muy bien articulado en el libro: se trata de una escritura en movimiento. Es un recorrido por diferentes géneros, que igual va del reportaje al ensayo, de la interpretación histórica a la entrevista, del análisis ideológico a la crónica cotidiana. Es un texto híbrido, fronterizo, una historia del presente que adquiere y se desarrolla, también, en las formas fragmentarias del presente.
El narrador asiste al país que somos, ingresa en nuestra actualidad de la mejor manera: la chica de la aduana que revisa su pasaporte le ofrece cambiar dólares. Con un férreo control de cambio, y una ley que penaliza las operaciones de compra y venta de divisas, el funcionario público se convierte, a la vez, en la primera representación del Estado y la ilegalidad, del orden y el delito. Una metáfora terrible que recuerda aquello que afirmaba Octavio Paz en Postdata: la amenaza de toda revolución es la anarquía.
A partir de este presente, Krauze nos propone un tránsito constante entre el país que él observa, que camina, con el que platica, y su pasado, su historia remota, su tradición, y también su historia más reciente, la que se construyó en la segunda mitad del siglo XX, con la llegada de la democracia, tras casi dos siglos de guerras y de enfrentamientos militares y caudillescos; el relato finalmente aterriza en esta década, en Chávez y su proyecto del socialismo del siglo XXI.
Por supuesto que no se trata de un turismo inocente, de una travesía guiada tan sólo por la perplejidad o por el simple ánimo de dejarse tocar por una realidad extranjera. Krauze es un historiador agudo, perspicaz. No se está estrenando en los territorios del autoritarismo. Desde hace mucho fue seducido intelectualmente por el problema del poder. Ha investigado con pasión y enjundia este tema. Y desde muy temprano, en el libro, deja claro su interés por interpretar a Chávez y su relación con el poder desde las claves del heroísmo, del culto al héroe. “Su hechizo popular –escribe– es tan aterrador como su tendencia a ver el mundo como una prolongación, agradecida o perversa, de su propia persona. Es un venerador de héroes y un venerador de sí mismo.”
Solemos lamentar, algunos venezolanos, la falta de complejidad con que a veces se observa y analiza nuestra realidad. Dentro y fuera del país, la simpleza está de moda. Con demasiada frecuencia, lo que nos ocurre se despacha desde la facilidad de las consignas morales: tanto los que creen que Chávez es un santo resucitado, la reencarnación sagrada de Simón Bolívar, como los que sostienen que Chávez es el demonio, una nueva versión caribeña de los dictadores sudamericanos, se pierden una inmensa historia, llena de matices y contradicciones.
En rigor, no hay una dictadura en Venezuela. Pero, en rigor también, cada vez estamos más lejos de cualquier versión de la democracia. Vivimos en una rara mitad. Chávez convirtió su popularidad en una moderna y particular forma de tiranía. En el libro, Krauze reseña bien el fenómeno, acercándolo a los ejemplos de la iglesia electrónica, a la experiencia de un tele-evangelista en una sociedad hipermediatizada. Es cierto: Chávez aprovechó el rating y transformó el Estado, secuestró nuestra ciudadanía. Pero eso no es todo. Después de diez años sigue teniendo altos índices de aceptación. Hay una parte del país que todavía no le perdona a las antiguas élites nacionales su desinterés y su falta de solidaridad. Cuando entendieron que la desigualdad también era su problema, ya Chávez había politizado la pobreza.
El presidente venezolano azuzó esa desesperación, esa sed genuina de justicia social, en un país donde el petróleo resulta un poderoso combustible cultural. Nada de lo que sucede en Venezuela puede separarse de una identidad que –viniendo de la tradición militarista– se reinventó como un sueño líquido entre los barriles del siglo XX. Nuestra naturaleza de país petrolero fue el clima perfecto para recibir a ese estridente fantasma que hoy recorre Latinoamérica: la antipolítica. Lo que Krauze denomina acertadamente en el libro como “el suicidio de la democracia” terminó encontrando en un teniente coronel, que nunca había trabajado por cuenta propia y siempre había vivido del Estado, la respuesta más peligrosa ante la crisis.
Porque Chávez también encarna esa fantasía nacional; él es, en el fondo, una versión exitosa de la venezolanidad: vivir sin trabajar, con la certeza de que somos ricos gracias a un capricho de la geografía; vivir con la seguridad de que no hay que producir la riqueza, que sólo necesitamos saber distribuirla. Krauze no descuida estas aristas; las relaciona con nuestra historia, las pone a girar en otros contextos. No es un testigo complaciente. Sus creencias no le impiden ser crítico ni lo empujan a escamotear la, a veces difícil, pluralidad de todo este proceso. Por suerte para los venezolanos, El poder y el delirio es un libro que no rehúye sino que más bien atiende nuestra complejidad.
En este sentido, uno de los aportes más interesantes del libro probablemente sea la lectura que hace de las lecturas de Chávez. En la búsqueda de la ideología de este líder, Krauze desnuda la hermenéutica chavista. Con ese motivo recorre el pensamiento y las posturas de Marx, de Bolívar, de Plejánov... de quienes el presidente Chávez se ha declarado, públicamente, en alguna ocasión, heredero. Es un ejercicio de doble interpretación, sobre los textos clásicos en sí mismos y sobre la manera en que Chávez los lee, los digiere, los traduce, los reelabora buscando legitimar su propia existencia, buscando darle una nueva épica a su práctica del poder. Todo forma parte, también, de un proceso más amplio en el que se reconstruye el discurso de la historia y se reacomoda la memoria nacional. “En Venezuela –escribe Krauze– los historiadores atraviesan por un periodo de exigencia extrema. Terrible y fascinante a la vez. Chávez busca apoderarse de la verdad histórica, y no sólo reescribirla sino reencarnarla.”
Si algo queda claro después de la lectura, es la palpable invasión de la figura de Chávez en todos los ámbitos, públicos y privados, de la vida venezolana. Nuestra historia, por momentos, parece un reality show controlado por un Gran Hermano que va mutándose en presidente, cantante, jefe militar, diplomático, guerrillero, jugador de beisbol, bailador de hip hop... Nada puede ocurrir si no está en relación directa con él. Ha refundado, con petróleo, astucia y telegenia, la imagen del caudillo latinoamericano. Así es el personalismo del siglo XXI. Y Krauze propone observarlo, también, desde una de las premisas centrales sobre las que navega su trabajo: “Chávez quisiera ser –en su fuero más íntimo– el héroe del siglo XXI. Se ha acostumbrado a vivir inyectado de adrenalina histórica, de una heroína que él mismo genera. Esa heroicidad, piensa él, le da derecho a la ubicuidad, la omnipresencia, la omnipotencia y la propiedad privada de los bienes públicos.”
Pero el libro también trae su contraparte. En sus páginas se expresan varias personas muy cercanas a Chávez, funcionarios o simples militantes del proceso bolivariano. Uno de ellos es José Roberto Duque, un periodista radical que, a la hora de ponderar la sobreexposición de Chávez en todos los espacios, sentencia lo siguiente: “Admiro a Chávez porque ha quitado majestad a la figura presidencial.” Vivimos de paradojas. Sostiene Krauze que el delirio de poder se reparte y se distribuye, se contagia. Tal vez, incluso, pueda enfermar a toda una sociedad.
Fiel, entonces, a las claves abiertas desde el inicio, El poder y el delirio cierra sus páginas con una reflexión crucial: “Hugo Chávez es un venerador de héroes, pero no es un héroe.” Cuando al ex presidente de Brasil José Sarney le pidieron que comparara al mandatario venezolano con Fidel Castro, contestó con una frase lapidaria: “Le falta biografía y le sobra petróleo.” En esas pocas palabras se cifra la tragedia de un personaje que, como bien señala Krauze, “necesita que los cielos clamen que él es lo que pretende ser”.
Krauze no pretende dar cuenta puntual de toda la historia venezolana. Ni siquiera desea ofrecer conclusiones definitivas sobre el cambiante proceso que vive ahora el país. Sabe que está de visita en nuestra realidad y, tal vez por eso mismo, su testimonio y su análisis logran un resultado revelador. Suele ser así la condición de la alteridad: la mirada del otro nos enriquece; destaca y rescata elementos, ilumina zonas que quizá nosotros no habíamos observado de esa manera. Eso también forma parte del debate central que mueve a la sociedad venezolana actualmente: entre el mesianismo militar o la sociedad civil, entre el pensamiento único o la diversidad.
Este libro logra proponer también, de forma deliberada, un espejo, una posibilidad de mirar a México desde otra experiencia, quizá no tan lejana ni tan extranjera. Hay en estas páginas el retrato de un futuro posible. Más allá de sus especificidades, Venezuela es un lugar lleno de lecciones para todo el continente. Enrique Krauze lo sabe y lanza una señal de alerta. Las democracias suicidas tienen por delante un poderoso peligro: la seducción de un mesías tropical. Todavía somos un territorio de caudillos.

Alberto Barrera (Texto leído en la presentación del libro, Club de Industriales, México D.F.)

lunes, 17 de noviembre de 2008

El juego Castro-Chávez



Los sobrevivientes de la guerrilla de los sesenta que tienen ahora 75 años de edad en promedio y ocupan las posiciones más diversas: son funcionarios clave del régimen -como Alí Rodríguez Araque, actualmente ministro de Finanzas-, críticos desde la izquierda más radical -Douglas Bravo- o críticos desde la democracia, como Teodoro Petkoff, Américo Martín, Pompeyo Márquez, Freddy Muñoz, Héctor Pérez Marcano. Pero todos sin excepción coinciden en algo: éstos son polvos de aquellos lodos. "El sueño imposible de los sesenta", comenta Pérez Marcano, "hecho realidad en los comienzos del siglo". El régimen de Chávez es tal vez un nuevo libreto, pero no se entiende sin el viejo libreto del que fueron protagonistas. Es el tenaz libreto de la Revolución cubana, con un nuevo protagonista en el escenario. Hugo Chávez no es un "bufón" como aseguran sus críticos superficiales. Es el continuador del proyecto de Fidel Castro para Venezuela y América Latina. Nada menos. Los chavistas lo consideran vigente; los críticos, absurdo, anacrónico. En la conclusión de sus memorias, Héctor Pérez Marcano explica en qué sentido concreto los hechos de hoy corresponden y se engarzan -a su juicio- con los de ayer: Poner pie en Venezuela y apoderarse de sus reservas energéticas podría ser el primer paso para, unido a las guerrillas colombianas, extender la revolución castrista como una mancha de petróleo por el resto del continente, su auténtica aspiración. Ese proyecto constituyó desde el triunfo mismo de la Revolución cubana, y posiblemente desde los lejanos inicios de sus napoleónicos sueños de gloria, un objetivo estratégico en el tablero internacional de Fidel Castro.
Lo cierto es que el acercamiento de Fidel Castro con Chávez fue paulatino. Fidel condenó el golpe de Chávez, pero en prisión Chávez soñaba con su héroe de juventud, con su héroe de siempre, quería explicarle las razones idealistas, elevadas y revolucionarias de su fallida insurrección. Su sueño se hizo realidad en diciembre de 1994 y rebasó todas sus expectativas. Según Pérez Marcano, Fidel lo esperó -en gloria y majestad, personalmente, al pie del avión-, dándole tratamiento de jefe de Estado. Chávez tenía entonces apenas 2 por ciento de aprobación en las encuestas y pregonaba la abstención electoral. Al recibir a Chávez de esa manera, Castro hacía patente su enojo con el presidente Caldera (que acababa de entrevistarse con su violento opositor de Miami, Jorge Mas Canosa). "Entonces", escribe Pérez Marcano, que con seguridad recordaba su propio arrobamiento de los sesenta, "comenzó el deslumbramiento, la seducción; a Fidel, viejo zorro de la política, no se le puede haber escapado el efecto que causó en Chávez".
En febrero de 1999 Castro acudió a la toma de posesión de Chávez. En noviembre de 1999 hubo un nuevo acercamiento en La Habana. Para entonces, Chávez había acumulado una serie impresionante de victorias: 92 por ciento de los electores había aprobado en febrero de 1999 la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente. Tras los comicios de julio, la Asamblea se integró con 95 por ciento de escaños oficialistas, triunfo que Chávez calificó como "un jonrón con las bases llenas". (Un mes después, en diciembre, 70 por ciento de los votantes aprobó la Constitución Bolivariana.) Con ese ánimo festivo, ambos líderes organizaron un juego de beisbol entre los equipos representativos de los dos países.
Curiosa forma de subrayar la convergencia paulatina de dos regímenes antiyanquis con un juego típicamente yanqui. Pero no hay misterio: si hay dos actitudes que se empalman en Centroamérica y el Caribe son el amor al beisbol y el odio a los yanquis (salvo a los de Nueva York). Y como todo venezolano sabe, antes de volverse un héroe del antiyanquismo Hugo Chávez quiso brillar como beisbolista. "Venezuela perdió un gran pitcher y ganó un mal presidente", me diría Carlos Raúl Hernández, compañero suyo de adolescencia. Chávez ve las cosas de otra manera: ahora que es una estrella en las grandes ligas de la política internacional, no ha perdido su afición al deporte y con frecuencia habla de la política con un lenguaje beisbolero, en el que siempre gana: "Éste no es cualquier bate. Con éste les voy a conectar un jonrón a los gringos el día del referéndum", decía en los primeros días de su gestión, exhibiendo el bate que le había regalado el jonronero dominicano Sammy Sosa.
El partido tuvo lugar ante unas 50 mil personas en el Estadio Latinoamericano de La Habana. Chávez jugó como pitcher y primera base y la cosa iba bien hasta la sexta entrada, cuando Castro le jugó la broma de sacar un grupo de "suplentes" gordos y canosos que de pronto se quitaron las pelucas y las almohadas y comenzaron a vapulear al team venezolano. ¿Broma o mensaje? Ganó Castro, perdió Chávez, todos contentos. Más tarde, en una conferencia en la Universidad de La Habana, Chávez fustigó a quienes "vienen a pedirle a Cuba el camino de la democracia, falsa democracia", e informó que su proyecto en Venezuela "va hacia la misma dirección, hacia el mismo mar hacia donde va el pueblo cubano, mar de felicidad, de verdadera justicia social, de paz".
En las llamadas "megaelecciones" de mediados de 2000 convocadas para "relegitimar todos los poderes", Hugo Chávez y su régimen siguieron "conectando jonrones": fue elegido nuevamente con 59.7 por ciento de los votos, los candidatos chavistas obtuvieron una amplia victoria en las "gobernaciones" y alcaldías (sólo 7 de las 23 gubernaturas quedaron en manos de la oposición), conquistaron dos terceras partes de la Asamblea y con ello lograron nada menos que el control de los árbitros, los umpires: los poderes Judicial, Fiscal y Electoral.
En octubre de 2000 Fidel visitó Venezuela. Permaneció ahí cinco días. Chávez puso en sus manos la espada de Bolívar y le rindió homenaje en la Asamblea Nacional. Castro voló a Sabaneta, el pueblo natal de Chávez, y en vaga alusión a la famosa frase del Che declaró: "a Chávez hay que multiplicarlo por mil, por 5 mil, por 10 mil, por 20 mil". Chávez y Castro cantaron a dúo en el programa dominical Aló, Presidente. Y en una escena simétrica a la del día en que se conocieron en La Habana, Chávez lo despidió "lanzando besos con la mano en el aire". Pero Castro, al margen de la efusividad, siguió viendo el proceso con escéptica cautela: en la Universidad Central de Venezuela declaró que no era repetible una revolución como la cubana.
En 2001 Chávez logró la aprobación de una Ley Habilitante que le permitió dictar 49 "decretos con fuerza de ley" en varios rubros (tierras, hidrocarburos, pesca y educación, entre otros) y topó con la crítica activa de un sector minoritario pero no desdeñable de la población: empresarios, sindicatos, la Conferencia Episcopal, medios privados de comunicación. Castro cumplió 75 años y decidió celebrarlos en Venezuela. Según versiones, Castro aconsejó siempre a Chávez serenidad y mesura: no enemistarse con la Iglesia, no acelerar las reformas, no jugar a la "ruleta rusa". Pero el hijo simbólico lo desobedeció. Quiso impresionarlo, quiso mostrarle que era arrojado y revolucionario.
En 2002 el descontento subió de intensidad. En un principio se canalizó por vías pacíficas y democráticas: cartas abiertas, volantes, graffiti, asambleas, debates, manifestaciones multitudinarias. Pero entre el 11 y el 14 abril de 2002, después de que el gobierno chavista respondiera a este descontento con una violencia injustificable, Venezuela vivió la enésima reedición del acto más visto en su azarosa historia: el golpe de Estado. Los grupos civiles y militares que lo orquestaron no sólo cometieron un error táctico sino un error histórico, contradictorio con el espíritu de la democracia que, supuestamente, querían defender. Castro estaba dispuesto a asilar a Chávez para luego enviarlo a España. Pero Chávez, para su sorpresa, superó el brete y se fortaleció.
En 2003 sobrevino el despido de cerca de 20 mil empleados de PDVSA (la compañía estatal de petróleo) y un costosísimo paro laboral de 63 días que dejó exangüe, con una caída superior a 12 por ciento, a la economía venezolana. Con la intervención de comisionados del extranjero (la OEA, el Centro Carter), gobierno y oposición pactaron la realización del referéndum revocatorio previsto en la Constitución. En esa circunstancia precisa, la relación entre Chávez y Castro dio un salto cualitativo. Chávez postergó lo más posible la celebración del referéndum, al tiempo que pidió consejo al más colmilludo de los mánagers en las grandes ligas de la política internacional. Fidel -viejo zorro de la política-, no sólo le sugirió un cambio de estrategia (la introducción de las famosas "misiones" de atención médica y educativa, alimentación, producción y vivienda, etcétera) sino que le envió refuerzos masivos a cambio de generosísimas provisiones de petróleo: miles de cubanos, algunos dedicados a la medicina y la educación, y otros a labores menos nobles, secretas.
En la visión de Pérez Marcano, al control inicial de Chávez sobre la Asamblea, el Tribunal, el Poder Electoral y la Fiscalía se aunaba ahora un aparato paralelo de espionaje, seguridad, inteligencia y contrainteligencia, asesoría militar y presencia paramilitar en manos cubanas. (De aquí en adelante será imposible ganarle unas elecciones a Chávez, siempre tendrá visos de legitimidad). El cerco típico del "régimen totalitario" comenzaba a completarse, pero de modo casi silencioso, como una lenta asfixia del Estado a la sociedad y la economía: primero industrias y bancos, y en el futuro -escribe Pérez Marcano- universidades, clínicas privadas, etcétera. En la visión del ex guerrillero, el poder de Castro iba imponiéndose en la región a través de Chávez, no con machetes sino con barriles petroleros: De pronto podía volver a intentar la estrategia continental derrotada en la década de los sesenta. Ahora en vez de fusiles AK-47, dólares, dinero y guerras subversivas pasaba a tener en sus manos, vía el seducido Chávez, el poder petrolero venezolano. Chávez es arcilla en sus manos. Pero se presenta a Chávez como un hombre que ya no busca glorias, ya tiene su lugar en la historia. Incita a Chávez a buscar el suyo. Lo incita a convertirse en un líder que rebase las fronteras venezolanas, le viene de perillas la megalomanía que observa en Chávez.
Había dado comienzo la "segunda invasión" de Fidel a Venezuela, pero esta vez sería una invasión consentida y concertada entre Chávez y Fidel.
En agosto de 2004 se celebró finalmente el referéndum revocatorio. La receta de Fidel surtió su efecto: 59.06 por ciento de los venezolanos ratificó a Chávez en el poder. En un discurso en Fuerte Tiuna, Chávez reconoció que de no haber sido por las misiones sugeridas por Fidel, no habría triunfado. Su ascenso se volvió incontenible: en las elecciones regionales de 2004 Chávez ganó 22 de 24 gubernaturas y 90 por ciento de las alcaldías. En diciembre de ese año, la oposición venezolana tomó la decisión suicida de retirarse de las elecciones, dejando a los chavistas el parlamento entero. Para entonces, Chávez y Castro se habían reunido no menos de quince ocasiones. Según revelaciones de un ex piloto presidencial, Chávez visitaba a Castro secretamente y con gran frecuencia, para pedir su consejo. En enero de 2005, décimo aniversario de su filial relación, Chávez hizo a Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez, periodistas de Granma, una confesión sentimental: "Fidel es para mí un padre, un compañero, un maestro de la estrategia perfecta. Algún día habrá que escribir tantas cosas de todo esto que estamos viviendo y de los encuentros que he tenido con él [...]. Se ha venido fraguando una relación tan profunda y espiritual que estoy convencido de que él siente lo mismo que yo: ambos tendremos que agradecerle a la vida el habernos conocido".
En 2005 el ministro cubano Carlos Lage llegó al extremo de decir: "tenemos un solo país con dos presidentes". El objetivo de Castro parecía cumplido. Su odio irreductible a Estados Unidos lo sobrevivirá, su experimento histórico (medio siglo de Cuba socialista) sobrevivirá también gracias a la munificente ayuda petrolera de su aliado.
Pero ¿cuál es el objetivo de Chávez? ¿Emular a su padre Fidel, tomar la estafeta de su padre Fidel, ser como "un segundo Fidel"? Chávez ha propuesto enfilar a Venezuela hacia su proyecto personal, el nebuloso "socialismo del siglo XXI". Una estrella sube, la otra desciende. En julio de 2006 Castro enfermó. En septiembre Chávez lo visitó y declaró: "Fidel está listo para jugar beisbol". Pero no estaba listo, no volvería a estar listo. Poco a poco se retiró de la escena. Chávez le trajo buenas noticias: en los comicios presidenciales de diciembre de 2006 había sido reelecto para los siguientes siete años con una votación impresionante, mayor que la que había cosechado en 1998: 63 por ciento.
¿Quién ha seducido a quién? Tal vez Héctor Pérez Marcano, por razones generacionales, ha menospreciado a Chávez -el "esmirriado teniente"- en su análisis. Tal vez Chávez ha usado a Fidel tanto o más que Fidel a Chávez. "Ambos tendremos que agradecerle a la vida el habernos conocido". Chávez no dijo yo, dijo ambos. Tal vez Chávez siente que puede volar solo, y abriga secretamente la ambición de ser Fidel, ser más que Fidel, convertir a Fidel en un ancestro de Chávez. Volver a Chávez la culminación de Fidel. Ser el héroe revolucionario del siglo XXI.
Respaldado por la fuerza de esos 7 millones 300 mil "votos bolivarianos", en su discurso inaugural Chávez dio un nuevo salto cualitativo en su simbiosis fidelista y buscó superarla. El 12 de enero de 2007 Chávez tomó posesión de su segundo periodo. Y dejó entrever "las sorpresitas que les tengo preparadas a mis muy queridos", un conjunto de leyes revolucionarias que implican "una reforma profunda de [...] nuestra Constitución Bolivariana" para lograr el establecimiento definitivo de la "República Socialista de Venezuela". Ante el entusiasmo del graderío que lo interrumpía continuamente con ovaciones y vítores, recurrió a sus queridos términos beisbolísticos y, recordando al pitcher zurdo que alguna vez fue, lanzó "una curvita a la esquina de afuera": todo aquello que fue privatizado, nacionalícese.
Luego de ese lanzamiento "bajito, a la rodilla", siguieron otros: "Moral y Luces" en la educación popular, una "nueva geometría del poder sobre el mapa nacional", los "Consejos comunales", la conformación del "Estado comunal", del "Estado socialista", del "Estado Bolivariano". En una palabra, se acababa el juego de la democracia liberal y la sociedad abierta. Y acaso también se acababa el juego del beisbol profesional, criticado en varios blogs oficiales como contrario a los ideales desinteresados del proceso revolucionario. Una persona muy allegada a Chávez, el viejo militar revolucionario William Izarra, declaró: "el beisbol profesional es alienación".
Pero el azar no es chavista ni fidelista: el azar es caprichoso. Y entonces, como pasa a veces en el beisbol y en la política, contra todo pronóstico, sobrevino la gran sorpresa: en la entrada final del 2 de diciembre, mientras el equipo chavista preparaba el gran festejo, estando el último bateador -como se dice en el argot beisbolero- "en cuenta máxima", "en tres y dos", el equipo de la oposición, encabezado por jóvenes novatos, dio tremendo jonrón con las bases llenas, al que siguió otro, y otro más, hasta que empató el juego. La democracia venezolana, increíblemente, se fue a extra innings.
Enrique Krauze (adelanto del libro El poder y el delirio, en Enfoque, supl. del diario Reforma, 16.11.08)