Mi amigo y editor Ulises Milla me hizo el honor de invitarme a participar, con mi amigo Américo Martín, en la presentación del libro de mi amigo Enrique Krauze. ¿Una conspiración o, para mejor y como solía decirse, un convivio de amigos? Sí, en cierta forma; sólo que no para intercambiar atenciones sino para compartir en la valoración de una obra a la que, ya lo sabemos, no le faltarán enemigos ni le sobrarán amigos.
Al recibir tal invitación, y al aceptarla, me puse en un trance que debo explicar. Sucede que soy accionista intelectual minoritario del contenido de este libro, como el Enrique historiador lo consigna. Pero sucede, también, que su autor ha extremado su gentiliza al decirme filósofo de la historia, como podrán ustedes comprobarlo en la página 217.
La conjunción de estas circunstancias me coloca, por una parte, en la obligación de velar por la salud de mi inversión, por pequeña y poco significante que fuere; y por la otra, en la todavía más comprometedora obligación de probar que la generosidad de Enrique, al declararme filósofo, no desbordó del todo lo razonable.
En realidad, bien podría desentenderme de la suerte de mi minúscula inversión intelectual; pero no podría hacer lo mismo con la comprometedora calificación recibida. Y esto por razones que parecen obvias, si se les considera separadamente. En efecto, se pretende que el filósofo se deba a la formación del saber; como se pretende que el historiador lo sea a la procuración de la verdad. Junten Uds. estas dos quimeras del intelecto y podrán hacerse una idea de mi angustia. Veré cómo compensarla.
Me creo obligado a fijar un criterio de referencia para que los juicios que me prometo hacer cuenten con alguna otra legitimidad que la muy sagrada amistad. Y digo esto porque soy historiador, y los historiadores, en ejercicio del oficio, se supone que no deberemos tener amigos; sólo pacientes.
El criterio consiste en que hace muchos años escribí algo que recordé hace algún tiempo en la Universidad de los Andes, al participar en un coloquio sobre la contribución de los testimonios de extranjeros al conocimiento de la Historia de Venezuela. Partí de la consideración de que tales testimonios, cualesquiera que hayan sido la condición y la motivación de quienes los legaron, se inscriben, necesariamente, en el marco metódico de la historia de lo contemporáneo. Esta comprobación me llevó a invocar la modalidad testimonial que he denominado “la mirada del vecino de enfrente”, e hice algunas consideraciones sobre la circunstancia de que el tal vecino ve con más atención, y quizás con mayor agudeza crítica, la fachada de nuestra casa; pero no con igual penetración el interior de la misma. En cambio, no parece que nosotros prestemos una atención equivalente a la fachada de nuestra casa. Pero cabe tener claro que si bien la mirada del vecino no capta toda la realidad de nuestra casa; tampoco lo hacemos nosotros cuando ignoramos, o peor aún si prescindimos, de lo captado por la mirada del vecino de enfrente.
Pero ocurre que la mirada del vecino del frente será necesariamente incómoda. Lo será cuando perciba en nuestra fachada resquebrajaduras y deslucidos que denuncien nuestra falta de previsión, si no nuestra indolencia. Pero no lo será menos cuando transpire benevolencia o tolerancia. Los historiadores estamos armados metódicamente para encarar ambas posibilidades. Para ello nos acogemos al precepto de que no hay testimonio que sea totalmente cierto, como no lo hay, tampoco, que sea totalmente falso. Aunque no debo dejar pasar la mención del juicio malicioso de quienes ven en ese precepto una argucia para que sigamos en el oficio de historiador.
Pues bien, al contribuir a presentar la obra de Enrique me hallo en el siguiente disparadero. Debo y quiero presentar una mirada del vecino de enfrente que revela no sólo agudeza, sino también y sobretodo, una simpatía venezolanista pasada, eso sí, por una capacidad crítica que se halla en permanente estado de ebullición, generada ésta por la pasión que acompaña la comprensión de lo observado, y por la inquietud causada en el testigo por lo que le es propio; pasión e inquietud que se ven reflejadas tanto en lo observado como en la necesidad de comprender lo observado. Y tal es la visión de Enrique: una de vecino de enfrente que no se corresponde con la de los entomólogos “científicamente objetivos”; ni se halla contaminada por la que he denominado la piedad latinoamericanista, expresión que hacía sonreír a mi admirado y siempre recordado amigo Charles C. Griffin.
En una de nuestras gratas conversaciones, comuniqué a Enrique una duda benévola sobre si el venía a comprender Venezuela contemporánea o a interpretar su México de un futuro posible. No me respondió; pero tampoco convino en mi dicho. Reflexionando sobre este brevísimo episodio hallo que mi pregunta nació de mi sedimentario amor por esa suerte de China de América, formada por los Méxicos. En su sobrecarga de experiencias históricas les faltaba la que hoy viven, es decir la de emprender la marcha hacia la instauración de un auténtico régimen sociopolítico democrático, como instancia necesaria para dotarse de una sociedad genuinamente democrática.
La atenta lectura de este libro me ha confirmado la que en el momento de conversación que acabo de recordar parecía ser sólo una sospecha. La expresaré de esta manera: Enrique vino a estudiar cómo los venezolanos hemos sido quebrados en el sexto grado de nuestra democracia, y cómo nos hemos esforzado en aprobar los exámenes de reparación, como el presentado el reciente domingo 23 de noviembre. Lo ha hecho con la determinación, inconfesa pero evidente, de contribuir, con su lúcido pensamiento y su ágil pluma, a que los mexicanos no sufran descalabro semejante cuando apenas inician la primaria de su democracia.
Pero al hacer esto, Enrique no incurre en pecado, ni como historiador ni como escritor. Quizás el mismo propósito movió a otros ilustres vecinos que observaron nuestra fachada. Benjamin Bentham lo hizo, al refugiar sus anhelos republicanos en la contemplación de la República de Colombia, moderna y liberal. Pero algo fundamental diferencia, en la prosecución de su propósito, a estos dos ilustres observadores. Bentham aspiraba a la instauración de un orden liberal universal, en el que cupiera Gran Bretaña; pero su presunción de arquitecto de Estados racionales no destila simpatía por los entonces colombianos aprendices de ciudadanos. En cambio, el autor de esta obra, que hoy recibimos, se sitúa, clara y decididamente, al lado de los venezolanos que trabajamos por mantener viva nuestra democracia; y por devolverle su esplendor, el mismo que fue punto de referencia para todos los demócratas de América y del mundo, como pude percibirlo directamente en mi función diplomática y académica.
No creo que estas palabras sean una carga difícil de soportar por los recios hombros intelectuales de Enrique. El es veterano de muchas campañas; y vencedor de muchas batallas. Los venezolanos demócratas acogemos este libro como el arma aportada, por un voluntario combatiente por la democracia, a quienes aquí combatimos por ésta.
Germán Carrera Damas (Presentación del libro El poder y el delirio, Caracas, 5-12.08)
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